10 mayo 2023

¿Acaso las democracias actuales gobiernan por el interés general?

 

Parece claro que el principal objetivo de un gobierno democrático hoy en día no es el bien común sino ganar las siguientes elecciones y a ello se dedica con ahínco desde el día siguiente de su formación. 

Una vez constituido el nuevo ejecutivo comienza la preparación de la siguiente campaña electoral y poco reparo se tiene en utilizar todos los recursos de que el gobierno dispone tales como el presupuesto y las instituciones públicas para permanecer en el poder y mantener los puestos de trabajo de sus fieles. Y, a medida que se acerca la fecha de las elecciones, disminuye el pudor por el uso espurio de estos recursos.

Se nos cuenta que solamente manteniendo el poder se pueden cumplir los programas, pero ¿realmente algún gobierno democrático se preocupa por el largo plazo o por lo que supere el corto lapso entre unas elecciones y las siguientes?

La prueba de que no existe tal preocupación es la atención que se dedica a asuntos que transcienden de una legislatura tales como educación, justicia, política exterior o defensa, por citar algunos, pero la razón por esta despreocupación no es sólo la visión cortoplacista a que inducen las elecciones periódicas, sino el enfermizo rechazo a ponerse de acuerdo con la oposición en cualquier tema, por importante que sea. Y cuando se dedica atención a algún tema trascendente como, por ejemplo, sanidad, vivienda, empleo, medio ambiente o igualdad de género, no es para llegar a acuerdos perdurables, sino para usarlo como arma contra el otro.

En la preparación de las siguientes elecciones son las encuestas las que dictan el “modus operandi”. Si se trata de seducir al votante, tan poco importa tomar hoy decisiones que afecten negativamente al futuro colectivo como incumplir unas promesas electorales que son tan pronto olvidadas como poco exigidas.

Este cortoplacismo de nuestro sistema democrático da lugar a vaivenes en la política exterior de algunos países (EE.UU, Reino Unido, España…) que crean desconfianza en la comunidad internacional. En deuda pública, se traslada sin rubor a las generaciones futuras la carga del dispendio presupuestario. En educación se rebajan exigencias con tal de que no se quejen los educandos. No es de extrañar, por tanto, que el modelo democrático “occidental” no sea ya ejemplo a seguir en algunas partes del mundo que empiezan a considerar ciertos modelos autocráticos más eficaces para sus sociedades. Incluso en nuestra propia sociedad, “la desilusión democrática” se hace patente en los crecientes niveles de abstención en las elecciones. 

La duda que nos concierne ahora es si, al igual que el modelo comunista fracasó por su patente ineficacia, no podría ocurrir lo mismo con el actual sistema democrático.



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